Recuerdo que aquella primera mención al sitio de Julian Assange en nuestros medios oficiales venía acompañada de cierta complicidad por parte de los articulistas, de un amago de risa anticipada por el daño que la publicación de documentos clasificados podría causar al gobierno norteamericano.
Sin embargo, en la medida en que el nombre de Cuba comenzó a aparecer junto a informes de injerencia en Venezuela y a testimonios de coacción contra su propio personal médico, el entusiasmo de Granma se trastocó en molestia y los aplausos iniciales dieron paso al silencio. Ni siquiera el "Máximo Líder" volvió a hacer referencia a Wikileaks.
Lo ocurrido en los últimos días va a cambiar de manera significativa la forma en que los gobiernos manejan la información y también los caminos a través de los cuales los ciudadanos nos hacemos con ella. Pero también –no nos engañemos– hará que los regímenes que se basan en el silencio y la falta de transparencia refuercen la protección de sus secretos o eviten ponerlos por escrito. Mientras salen a la luz cables, memorándums y correspondencia entre sedes diplomáticas y departamentos de estado, los autoritarios de todos los rincones están tomando nota, están aprendiendo a no dejar constancia de sus órdenes de acallar, reprimir o matar.
Esta lección ya la están poniendo en práctica desde hace décadas; si no me creen busquen en esos archivos cubanos que algún día se desclasificarán a ver si aparece el nombre de quién fue el que decidió fusilar a tres hombres que secuestraron en 2003 una embarcación para emigrar.
¿Dónde está el papel que confirma la presión psicológica que se orientó hacerle al poeta Heberto Padilla para empujarlo a un mea culpa que todavía debe pesar en la conciencia de algunos?
¿En cuál gaveta, estante o archivo se guarda la firma de quien mandó a hundir el remolcador 13 de marzo, donde murieron mujeres y niños lanzados al mar por el chorro de agua de una lancha guardafrontera?
Hay tantos que no dejan constancia, que tienen una cultura ágrafa de la represión y poseen incineradoras de papel que humean todo el día; jefes que no necesitan poner nada sobre la tinta reveladora de la historia, a quienes les basta con arquear las cejas, levantar el índice, susurrar al oído una pena de muerte, una batalla en una llanura africana, una convocatoria a insultar y zarandear a un grupo de mujeres vestidas de blanco.
Si a algunos de ellos les surgiera un Wikileaks local, lanzarían contra éste las penalizaciones máximas, los castigos más ejemplarizantes, sin molestarse siquiera en fabricarles a sus organizadores un expediente por “violación” o por “sacrificio de ganado vacuno”. Saben que “vista hace fe” y por eso se cuidan de que no haya material para revelaciones sorprendentes, de que nunca sea visible el entramado real de su poder absoluto.
Yoani Sánchez