Seis de abril de 1998: es un buen punto de partida en la historia de la res-regulación financiera. En ese día, dos habitantes demasiado conocidos de Wall Street, Citicorp y Travelers Group, acordaron una fusión histórica de $140 mil millones. El trato requirió de mucho cabildeo, pero eventualmente los jefes de estos bancos lograron una excepción a la ley Glass-Steagall, la ley de la era del New-Deal que aislaba a los bancos de las más riesgosas casas de inversiones. La institución resultante, Citigroup, sería el banco supermercado más grande de la historia. Un matrimonio de ventanillas de cajeros con escritorios de cambiadores, banca para el cliente y de inversiones de alto riesgo, de pronto bajo un mismo techo sin regulaciones. Demostraría ser una combinación explosiva si no letal.
La fusión causó visiones de un futuro donde los Estados Unidos dominarían financieramente el planeta. Lo único que se interponía en el camino era la cinta roja regulatoria. Al menos eso es lo que los proponentes del mercado libre como el entonces senador republicano Phil Gramm veían. Gramm, quien como asistente al candidato presidencial John McCain llamó de manera infame a EEUU una "nación de llorones", fue en realidad la fuerza principal tras dos de las más influyentes piezas de des-regulación en la historia reciente.
En 1999, el Presidente Clinton firmó el acto Gramm-Leach-Bliley, un torrente de medidas de des-regulación que destruyó a la Glass-Steagall. En diciembre del año siguiente, Gramm sigilosamente incluyó el acto Commodity Futures Modernization de 262 páginas en una ley de gastos masiva de $384 mil millones. La ley de Gramm evitaba que reguladores como la Securities and Exchange Commission (SEC) atacaran al sombrío mercado de "derivados de mostrador", hogar para miles de millones de dólares en instrumentos financieros opacos que, años después, casi demolerían la economía americana.
Como presidentes, tanto Bill Clinton como George W. Bush abrazaron la des-regulación financiera. Como resultado, durante un atracón de gula financiera, Wall Street engordó de manera nunca antes vista. Entre 1929, el año donde se inició la Gran Depresión y 1988, las ganancias de Wall Street promediaban 1,2% del producto interno bruto de la nación; en el 2005 esa figura se elevó a 3,3% conforme los bonos de la industria alcanzaron niveles nunca antes vistos. En el 2009, un mal año para la mayoría de estadounidenses, los bonos de la industria llegaron a $20 mil millones. Tanta riqueza en tan pocas manos. Nada explica el alza de la nueva oligarquía americana de manera más contrastante.
Claro, no solo lo que hicieron los políticos es responsable de la oligarquía de hoy, también es culpable lo que no hicieron. Un ejemplo clásico: en los 90s el Financial Accounting Standards Board (FASB), un regulador americano privado de contaduría apuntó su mira hacia un resquicio legal lo suficientemente grande como para manejar un camión de volteo a través de él. Hasta ese entonces, las opciones de acciones incluidas en los paquetes de pago fuera de control para ejecutivos --valorados en posiblemente decenas de millones de dólares-- se valuaban en cero al expedirse. Eso es correcto: cero, nada. Cuando FASB y la SEC intentaron cerrar el resquicio el gran capital saltó para defenderlo. Una avalancha de dinero llegó a los bolsillos de lobbistas de la calle K y asociaciones titánicas de cambiadores. Al final, nada sucedió. O más bien, todo continuó sucediendo. El resquicio sobrevivió.