Pero estas victorias tampoco deberían otorgar -en puridad- derechos territoriales. Hubo otros aspirantes a ocupar la magnífica geografía argentina, entre ellos el imperio del Brasil, el Británico, la Francia napoleónica y la República de Chile. Todos estos enemigos fueron disuadidos o rechazados, A punto de repetir por enésima vez que la victoria no da derechos, caemos en la cuenta de que lo único que -realmente- no da derechos, es el pacifismo. En efecto: fue por la fuerza que los Aliados sometieron a Hitler, lo obligaron al suicidio y lo transmutaron en Demiurgo del mal absoluto, en una guerra de 100 millones de muertos. ¿O más? Fue por la victoria de Hiroshima y Nagasaki que Estados Unidos aniquiló la resistencia japonesa y se dispuso a negociar la inmensa cuenca del Pacíficio. Fue por la fuerza que César conquistó las Galias y doblegó al mundo. La victoria le dio el derecho a gobernar España, Francia, Bélgica, Grecia, Suiza, Egipto, Siria, Judea. Impuso su lengua, su derecho, sus principios y su modo de vivir. Así nació el Imperio Romano, cuna de nuestra civilización. Tanto los romanos de la antigüedad como los hebreos de Canaán son modelos de genocidio escalofriante. Ni hablar de los normandos, los vikingos, los asirios, los hiksos, los espartanos. Pero, cualquiera sea el juicio moral que nos inspiren sus acciones, debemos reconocer que la victoria si les dio derechos. ¡Y qué derechos!
Lo mismo puede decirse, en modesta escala, de los argentinos: ganamos la guerra contra España, cruzamos a Chile, navegamos hasta Perú y obtuvimos derechos, poder, riqueza. ¿Para qué negar, entonces, que aquello que se adquiere por la fuerza ya no se pierde? Más aún, es lógico que las potencias con hambre de dominio territorial, habiendo empeñado sus armas y sacrificado cientos de hombres jóvenes en la ampliación de su poder geográfico, se resistan a devolver trozos de terreno que han abonado con la sangre de sus mejores hombres, cuando todavía pesan en el ánimo del jefe militar las lágrimas de viudas y madres de los soldados caídos.
Esto no es chiste: la victoria si da derechos, y la historia lo prueba. La conquista española de América encontró su límite en Chile, al sur del río Bío-Bío, cuando aquellos guerreros castellanos, capaces de cualquier hazaña, barbaridad e iniquidad reconocieron que el reino araucano no podía ser sojuzgado. Acordaron, pues, a los araucanos -caso único en la conquista española, que había producido ejemplos de fiereza y traición como Hernán Cortés y Francisco de Pizarro, frente a magníficas tropas imperiales- una respetuosa autonomía. Estos temibles guerreros araucanos, encabezados por Lautaro y Caupolicán, se derramaron luego sobre la pampa argentina, con toda la soberbia y la entereza del que se sabe ganador. El gran cacique argentino Cipriano Coliqueo llevaba la sangre de Caupolicán. Todos los jefes chileno-argentinos pertenecieron a linajes de la nobleza araucana: Catriel, Painé, Pincén, Coliqueo, Nahuelpán, Namuncurá, Reuquecurá, Platero , Morales Catricurá, Epugner, Painé-guorr. Esgrimieron la filosofía de matar o morir. En general, murieron.
Mientras tanto, los verdaderos originarios, (tobas, tehuelches, puelches, serranos, wichis, guaraníes, quilmes, collas, amaichas, tehuelches, ranqueles, onas, fueguinos, comechingones, timbúes, chanás, pehuenches) no han reclamado casi nada, porque 50 años de guerra civil (1830-1880) han dejado exhaustos a muchos pueblos argentinos. Y todavía se están recuperando. De todas maneras, el principio general, en clave progresista, es el siguiente: los argentinos no tenemos derecho al bello país que habitamos. Debiéramos volver a Italia, España, Irlanda o Polonia, salvando el desdichado detalle de que allí tampoco nos quieren. En este punto, el progresismo abandona totalmente su vena patriótica -si es que alguna vez la tuvo- y ya merece el calificativo criollo que alude a los que tienen "sangre de pato".
La Nación. Rolando Hanglin
Enviado por mi amiga Isabel Silva