Después de recortar la plantilla, el administrador de aquel centro camagüeyano contrató los servicios de un bufete colectivo para que lleve los temas legales. Si antes la solícita abogada se ocupaba de todo el papeleo jurídico por sólo 500 pesos mensuales (menos de 25 USD), ahora la empresa debe abonar unos 2 000 pesos para recibir la asistencia desde una institución externa. La aritmética atormenta a la jurista desempleada, pues ni siquiera le queda el consuelo de que su despido sirvió para hacer más rentable la empresa. Para colmo, los empleados más confiables políticamente o más cercanos en amistad al director se quedaron en sus puestos. Lograron salir airosos declarando sus ineficaces plazas de burócratas como si en realidad estuvieran directamente vinculadas a la producción. De ahí que el secretario general del PCC aparezca ahora –ante los ojos de los posibles inspectores– como si fuera tornero, cuando todos saben que vegeta detrás de una mesa llena de documentos atrasados y amarillentos.
Sin embargo, lo que más angustia a esta mujer que ha caído en el paro no es el futuro de su empleador estatal, sino el rumbo que su vida personal tomará. Nunca ha hecho otra cosa que llenar actas, componer contratos, enmendar declaraciones. Sus diecisiete años de vida profesional los apostó a trabajar para ese patrón gubernamental que hoy la ha dejado en la calle. No sabe nada de peluquería, ni de las artes de una manicura como para abrir su propio salón de belleza; apenas si ha aprendido a manejar una computadora y no habla ningún otro idioma. Tampoco tiene un capital inicial para abrir una cafetería o invertir en la crianza de cerdos; lo único que se le da bien es analizar decretos de leyes, encontrar los intersticios en los artículos jurídicos. En el caso de ella, el despido es la despedida de su vida laboral, el regreso al fogón, la dependencia al hombre que todavía conserva su empleo; es el silencio perenne de aquel reloj que antes sonaba a las seis de la mañana.
Yoani Sánchez